¿Me compra uno, señor?
Así me recibe
un niño moreno de aproximadamente 10 años, vistiendo franela y shorts impecablemente limpios pero desgastados, con
una bandeja más golpeada que perolita de loco (como dice el refrán), que
contenía jalea de mango en vasitos pequeños.
Eran las 8 am y como es costumbre, paso por la panadería
a tomar café antes de subir a la oficina y tengo este contacto singular que me
invita a deleitarme con ese manjar característico en esta época del año en
nuestro país Venezuela. Mirada inocente por parte del vendedor, mi respuesta no
se hizo esperar: "ahora no, gracias"; respuesta casi automática que
solemos dar por aquello de lo cotidiano de la vida a la hora de no querer algo
que no forme parte de tu necesidad del momento. Café era mi antojo, lo curioso
del caso era observar al niño que con mucho respeto se quedó cerca, pensativo,
como sacando una cuenta, no imagino de qué, pero llamó mi atención. En ese
instante, mi impulso fue interrumpir su iluminación y preguntarle cuanto
costaba el vasito, a lo que diligente respondió: “doscientos bolívares, señor”;
respuesta firme y convencido de la calidad del mismo. No tenía que explicar
más, su expresión y lenguaje corporal lo decía, orgulloso estaba de lo que
ofrecía.
Llega mi café y mi satisfacción era
total, sólo que algo me mantenía conectado a ese ser que de la misma forma ofrecía
a los presentes su producto con la misma educación, pero con los mismos
resultados: nadie le compraba.
Lo vuelvo a llamar – creo a la tercera
era la vencida – saco doscientos bolívares de mi cartera y le digo: “toma, aquí
tienes, te compro uno y te lo regalo a ti”. En ese instante, su mirada se
ilumina, las gracias nuevamente se hacen presente, de inmediato rememoró lo que
representa poder comer del mismo producto que ofrece sin interferir con los
resultados de la ganancia del día y lo fuerte que es salir a vender controlando
el deseo de comerte el producto; más aún cuando lo cotidiano en ese nivel es
que el desayuno será efectivo cuando has podido vender cierto número de
vasitos, si acaso.
Continúo disfrutando de mi café y por
curiosidad le pregunto al niño, con la suspicacia característica de todo adulto
y profesional del periodismo que ha
visto cómo los niños en el país son explotados por algunos con la única
satisfacción de lucrarse y vivir a costillas de ellos, el quién le hacia la
jalea. Él respondió:
– Señor, la hacemos mi mamá y yo.
Respuesta que me invitó a no preguntar más y
dedicar mi atención al café, cosa que no pude lograr porque era inevitable mi
admiración por el niño que me hacía rememorar la época cuando, al igual que él
con educación, salía a vender cuanto podía. Entiendo hoy día que era para
reafirmar mi capacidad de vendedor temprana, mas no por necesidad, ya que a esa
edad mis padres eran los encargados de las mismas.
Todo transcurría con normalidad,
seguía observado al vendedor que aprovechaba el flujo de personas que entraba a
la panadería, su experiencia – me imagino – le decía: aquí las probabilidades son altas para mi venta, estrategia que
como mercadólogo apoyaba. Mi mente decía: es
lo correcto, así lo va lograr. De pronto, hace un respiro y le pregunta al
dueño de la panadería: “¿Cuánto vale?”, señalando un pan que está relleno con
queso y dulce (Quesadilla). Le responden: “dos mil cuatrocientos”; él pregunta:
“¿Y el cachito?”, “mil cuatrocientos”. Su mirada y expresión eran un poema, su
suspiro profundo lo dijo todo: un artículo inalcanzable para él. En ese
instante mi reacción fue hacérselo alcanzable.
Le digo a mi amigo Adelino: “por favor, dale el cachito”.
Decir eso y ver el brillo de los ojos del niño
no tiene precio, un momento donde todo se paralizó y las mezclas de emociones
de los involucrados era evidente. Unas señas que al momento con sus manos me
hacía el amigo, algo oculto con sus manos que no entendía era lo único que prevalecía
fuera de las emociones; luego las entendí, me corrobora que, a título personal,
hasta esa hora ya él había obsequiado cuatro cachitos a los más necesitados. Un
comentario que terminó de reafirmarme la calidad de persona que es y de la que
quiero seguir teniendo a mi alrededor. Personas que aman, que sin importar qué, le dan más valor a la gratitud y
prosperidad que al pensamiento limitante de que algo faltará.
El niño disfruta su cachito y vuelve a interrumpir, esta vez
para darle las gracias a mi amigo, quien le orienta y dice, al señor que fue
quien se lo compró. Créanme que al niño no le importó, nos demostró el cómo
vivir en el agradecimiento dando las gracias a todos, despidiéndose así con
semejante demostración de educación, un poco rara en estos días. Sin embargo,
vuelve el periodista a indagar, ya con la sangre de papá: “hijo, ¿De dónde
eres?”, a lo que con orgullo y pecho erguido responde:
“De Plaza de Toros,
señor”.
No digo más.
Lic. César López Nahmens